HITORIA
Texto “Antonia” por Maité Hernández-Lorenzo
Antonia no podía sentir los olores que viajaban desde lo más profundo de la ciudad. No podía sentir el olor a gas y luz que entraba por los poros de su madre quien abría los ojos ante la hilera de portales, faroles y gente asomada al puerto. Tampoco podía sentir la sal que su madre saboreaba de sus labios. Una sal trasparente, casi líquida. Antonia era apenas una semilla en el vientre que también huía. Era un pequeño destello de vida por nacer. Una promesa en una Habana que haría suya. La tragedia había quedado atrás apenas la madre había subido a aquel buque y había visto a lo lejos el puerto de Cádiz. “Solavaya”, dijo. Y nunca más pisó aquella tierra ni padeció de gorrión, ni nostalgias. El mismo nombre del buque que la alejó del marido, de la familia del marido, de los amigos del marido y la hizo sentir, en medio del océano, feliz por primera vez, lo llevaría su hija. “Para olvidar, para viajar, para surcar los mares”, así decía la madre con un dejo andaluz que nunca la abandonó, ni siquiera cuando aprendió las buenas maneras y las malas palabras cubanas. “Una pilla, como su hija”, decían. Y ella, mientras más se reía, más triunfaba.
Así que cuando la madre de Antonia vio La Habana por primera vez, se le encendió el alma y el cuerpo. Un cuerpo bailador y gozador que conquistó La Habana con gracia y coquetería. Todo esto lo heredó Antonia. No solo lo heredó, sino que lo hizo público, lo gritaba a los cuatro vientos. Ni Cecilia, ni siquiera su amiga Flor, la opacaban. Jesús María, Belén, San Isidro le besaban los pies. “Nació con una estrella”, le decían. Se reía a carcajadas sabiendo que era verdad.
La madre de Antonia se aseguró de pisar tierra cubana con el pie derecho. Luego puso una palma de su mano sobre el suelo y sintió el vapor que le abrazaba y abrasaba la mano. Se sintió a gusto y protegida. Nadie la escuchó, pero se dijo a sí misma, “al fin he llegado a puerto”.
Llegó a un hostal y allí pasó el embarazo al abrigo de toda la vecinería que la cuidaba como a una niña. Se cambió el nombre cuando firmó el libro de huéspedes. Desde entonces todas la conocerían por Constancia. Fue el primer nombre que le vino a la cabeza. Así se llamaba la mujer más linda de su pueblo. Y con esa cualidad como nombre, recomenzó su vida. Constancia y gracia. Esas fueron las monedas que compraron su buena suerte, su porvenir airoso.
Antonia nació un domingo de mayo, al clarear el día. Dicen que no lloró, sino que soltó una carcajada en las manos de la comadrona y que esta se asustó tanto que por poco se le cae al suelo. Era una fiesta ver el desfile de vecinos y amigos que iban a ver a la niña y darle la bendición. Una semana después fueron a la iglesia de la Loma del Ángel y allí la bautizaron. Cuando Constancia salió de la iglesia con Antonia en brazos, ya tenía varios pretendientes a quienes darle respuesta. Decidió decirle que sí, al menos, a dos. Y con ellos se las arregló para ser felices. Ni amor ni goce faltaron en la nueva vida de Constancia. Los dos maridos no solo compartían a Constancia, sino un estudio muy renombrado en la ciudad, Díaz&García Abogados. En caso de un litigio por poligamia, sabrían defenderse. Tuvieron la sabia precaución de no casarse.
Así creció Antonia, rodeada de risas, gozo y comida. “Come como un estibador”, así decían en el hostal. Y Antonia se embarraba las manos con arroz con leche, harina dulce o casquitos de guayaba y se atragantaba con un gusto lujurioso. Las más pecadoras se reían con ella, las más puritanas corrían a encerrarse. Cuando los cuatro, los dos maridos, Constancia y Antonia, se fueron del hostal, cerraron la calle e hicieron una fiesta. La fiesta terminó con una bronca entre la gente de Belén y Jesús María. No hubo muertos, apenas unas puntadas en la Casa Socorro. Al otro día, todo fue normal, los dos barrios esquinados en la sombra esperando otra oportunidad. La familia se instaló en un precioso apartamento en la calle Compostela. Poco a poco lograron comprar el edificio y Antonia se quedó en el primer piso, mientras su madre y sus padrastros ocupaban el último.
Antonia con apenas dieciocho años abrió un restaurante. Tuvo tanto éxito que venían de otros barrios, otras ciudades. Luego tuvo que abrir filiales en otras provincias. Y dicen que en Santo Domingo tenía tres restaurantes. Sus padrastros pusieron el capital a favor de su niña y lo recuperaron en apenas dos años. Contrariamente a lo que se piensa y se ha dicho, no fue su amiga Flor la primera mujer en manejar un carro en La Habana. No. Fue Antonia quien condujo un Ford por el malecón y a toda velocidad por primera vez. El mismo malecón que veinte años antes su madre, entonces no era Constancia, había mirado asombrada.
Las noches en el restaurante de Antonia eran de otro mundo. Por las noches se vivía una vida que al otro día en la mañana quedaba olvidaba. Humo, licor, alcoholes, sabores lejanos, visiones secretas, susurros, fantasmas, misterio, criaturas escondidas, habitantes de la noche que al otro día desaparecían por las paredes, los techos, las aceras, las nuevas alcantarillas de la ciudad. Escritores, músicos, pintores, bailarinas, actores, todos encontraban en la noche de Antonia, la noche más espléndida, más fecunda para sus creaciones. Invenciones que luego, décadas después, se verían plasmadas en las obras de teatro, en los lienzos, en las coreografías, en la literatura, en las partituras, en las nuevas voces de cantantes, mujeres roncas que se desgarraban las cuerdas vocales y pisoteaban el escenario con furia. Todo eso nació allí, en las noches de Antonia.
Antonia cantaba y bailaba mientras atendía a sus clientes, con una gracia ondulante como si fuera de aquellas paredes no existiera nada, ningún mundo hostil podía opacar aquel universo construido para triunfar, para ser feliz y hacer feliz a los demás. Algunos de los clientes eran amantes, otros, amigos fieles que la acompañaron hasta el final de su vida. El tiempo hizo de Antonia una mujer sabia que no dejó de reír ni de bailar. Muchos iban a verla para consultarle decisiones importantes sobre negocios, amores, incluso, muerte. Era una bendición verla bailar con los pies veloces y el cabello blanquísimo. Constancia y sus dos maridos habían muerto en un accidente en el mar. Cruzando la bahía de La Habana cayeron al agua y no pudieron rescatarlos. Una corriente los arrastró y desaparecieron en el fondo. Todavía ahí deben estar sus cuerpos, yaciendo juntos entre escombros y una tímida vegetación. Antonia los dejó allí. No hizo nada por sacarlos a flote cuando supo la noticia. Entendió que pertenecían al lecho marino, como los tesoros, los cofres, las ánforas. Prefería pensar así que tener que enfrentarse a los cadáveres putrefactos de su familia. Los veía acostados juntos esperando la natural desintegración. “Serán polvo en el agua”, se dijo.
Antonia pidió ser cremada y sus cenizas esparcidas sobre la Bahía. Volvería a ser una semilla en el vientre de su madre, tal como llegó a La Habana se iría de ella. Murió tranquila, tomando una taza de café con leche al caer la tarde de un domingo. Tenía ochenta años y la nueva ciudad que la rodeaba sabía que había muerto una diosa del cuerpo y el alma, un ser hecho de arroz con leche, casquitos de guayaba y flan de calabaza.
Sus amigos dispusieron un lugar con sus cosas más preciadas en el primer piso del restaurante. Durante mucho tiempo, más del deseado, el restaurante permaneció cerrado. Cuando abrió sus puertas, las cosas de Antonia se iluminaron otra vez. Podía escucharse una risa que atraía a los clientes hasta el salón principal.
Cuando entras por la puerta de El Antonia, si miras hacia arriba a la derecha, notarás una presencia. Allí están las cositas con las que se encariñaba y donde encontraba su mundo más íntimo y querido: una carterita con la que fue por primera vez al teatro, un estuche con sus primeras uñas y su primer mechón de pelo, fotos de familia, los zapatos y los vestidos con los que se lució en su Habana, sus cepillos y motas de talco. Lo más valioso que se guarda está debajo de la cama. Cuando alzas la sobrecama, sientes un viento que viene del mar con olor a gas de farola y que deja en los labios una sal casi líquida.